Recuerdo muy bien quién fue la primera persona que me habló de Dragon Ball. Fue hace un porrón de años, era un retaco que estudiaba en la EGB y un compañero de clase me habló de una serie que echaban en Canal Sur, “Las siete bolas de dragón”, me dijo el bueno de Carlos (así se llamaba el compi) y ese mismo día, por la tarde, estuve muy atento a la hora para comprobar si era tan buena. Lo primero de lo que me percaté es que le había cambiado el título, que en realidad era Bola de dragón, por lo demás me engatusó desde el opening hasta el último minuto, nunca había visto esa combinación de aventuras, acción, humor y fantasía, además el protagonista era un niño con cola de lo más ingenuo y gracioso. Me enganché por completo, y a mí se unieron mis hermanos y progenitores, a partir de entonces nunca (o casi) faltamos a la cita... al menos mientras la cita existió (dejaron de emitir la serie tiempo después inexplicablemente, sustituyéndola por Los aventuras de Fly... que también dejaron de emitir).
Mucho ha llovido desde que vi aquella serie que desconocía que estaba basada en un cómic y que era anime, pero fue un acontecimiento que influiría para el resto de mi existencia. Ahora uno está más crecidito y no se es tan fácilmente impresionable, sin embargo mi gusto por el manga y la animación japonesa aumentó y maduró durante los años, y sin embargo nunca pensé que fueran a hacer (tras 17 años sin estrenar uno) otro largo de Dragon Ball Z y que encima llegara a nuestras salas. Así, como me gusta aprovechar este tipo de oportunidades para que puedan surgir otras, no dudé ni un instante en ver Dragon Ball Z: La batalla de los dioses (Doragon Bôru Zetto: Kami to Kami, 2013) en pantalla grande.