ATENCIÓN: esta entrada contiene
destripes a cascoporro.
Hay libros que te marcan y no olvidas jamás, los hayas descubierto
por pura casualidad o porque alguien te los haya mostrado, simplemente lo
que narran se te queda grabado en la memoria o, es posible, que más que
lo que narran son las sensaciones que logran transmitirte las que se te
quedan impresas, el bullir de las endorfinas que te producen, el placer
que te genera su lectura, o incluso le tristeza que te ha hecho sentir un
pasaje especialmente trágico.
Hará más de diez años
que, buscando entre los estantes de la biblioteca de la residencia
estudiantil donde convivía con otras doscientas almas (más o menos), encontré un libro de tapas deterioradas y
hojas amarillentas que, no recuerdo si por el texto de la contraportada,
por la imagen de la cubierta o simplemente por el título, atrajo lo
suficiente mi atención como para pedirlo en préstamo. Me maravilló. Ese
libro era El jardín de Suldrun, la primera entrega de una trilogía que
he tardado más de una década en darle un final.
El jardín de Suldrun
La fantasía siempre me ha gustado, ya sea en modo de fantasía espacial (space opera para los amigos), cotidiana, heroica... pero quizá por la que siento un apego especial, o al menos siempre me ha producido cierta fascinación, a pesar de no ser ducho en la materia, es por la tradición feérica, los cuentos de hadas.
La fantasía siempre me ha gustado, ya sea en modo de fantasía espacial (space opera para los amigos), cotidiana, heroica... pero quizá por la que siento un apego especial, o al menos siempre me ha producido cierta fascinación, a pesar de no ser ducho en la materia, es por la tradición feérica, los cuentos de hadas.
El
jardín de Suldrun viene a narrar la vida de la princesa Suldrun de
Lyonesse. Ignorada desde muy pequeña por sus padres, que deseaban un
varón, y cuidada por su nodriza Ehirme, se convierte en una niña callada
a la que le gusta curiosear por el castillo y jugar a solas. Allí
descubre un precioso jardín donde pasará buena parte de su tiempo, y
donde terminará recluida al contradecir a su padre.
El
jardín de Suldrun es un precioso y cruel cuento de hadas. Sus
descripciones son formidables, aún recuerdo la fascinación que me
produjeron escenarios como el jardín de la princesa y el castillo de
Haidion en aquella primera y lejana lectura; y luego el reino de las
hadas, la desventuras de Aillas... En esta segunda lectura no he sentido
tal fascinación, o al menos no del mismo modo, pero ha habido momentos
en los que no he podido parar de leer, deseoso de saber qué acontecería
en el siguiente capítulo y, sobre todo, me ha hecho sentir temor por los
personajes, me han dolido las injusticias que han sufrido, he sentido
rencor por el rey Casmir a pesar de entender sus fríos cálculos, y odiado
los actos de un personaje tan atractivo en inicio como es Faude
Carfilhiot. Pero si hay algo que hace mella en este primer volumen es la
muerte de cierto personaje, es una muerte que viene suavemente, que
está narrada elegantemente, pero que golpea fuerte y te deja con el
libro en las manos, haciéndote releer los últimos párrafos, llorando
ante lo cruel que le ha sido la vida.
Es cierto que en
la mayor parte de la novela Jack Vance se recrea en maravillosas
descripciones, además de regalarnos excelentes diálogos, imaginativas
aventuras y cuentos dentro de la historia principal, pero también es
cierto que tiene momentos, ya a partir del último tramo de la historia,
en los que se echan en falta precisamente más detalles (como cuando
Fidelius encuentra a cierta persona y lo tortura), donde la narración
avanza con prisas. Al menos es esa la impresión que me han dejado no
pocos pasajes, que el autor quería terminar, quizá agotado por la
minuciosidad de la prosa.
No es perfecta en su tramo
final, pero es que el resto es tan genial que hace de El jardín de
Suldrun una magnífica novela, que seguro encanta a todos aquellos que
gusten de la fantasía en cualquiera de sus formas, y que se disfruta
incluso sin leer los dos volúmenes que le siguen, aunque claro, en ese
caso te quedas como un servidor hace más de una década: con la pregunta
de qué ocurre después.
Y (más) una
década más tarde me leo la continuación de El jardín de Suldrun que,
como no puede ser de otra manera, sigue las aventuras de los personajes
del anterior libro, rumbo a que se cumpla la profecía que el espejo
Persilian dio al atribulado rey Casmir.
En esta segunda
entrega de la trilogía el personaje principal es Aillas. El rey de
Troicinet, Dascinet, Scola y Ulflandia del Sur va ganando la partida a
Casmir gracias a su astucia y a que sabe granjearse la confianza de los
demás; aunque la novela comienza narrando hechos anteriores, apenas
anotados en la entrega precedente, como el conocimiento que entablaron
Tamurello y Desmëi, y cómo fueron creados Faude Carfilhiot y Melancthe,
para luego centrarse en la perla verde del título, cuyos efectos en las
personas causan una cascada de desgracias y hechos insólitos, y que
tendrá una importancia relevante para el desenlace de esta segunda parte
y, probablemente, juegue un papel no menos trascendente en Madouc.
Son
estos primeros capítulos, los centrados en la perla y los hechos que
llevaron a su creación, los que conservan en mayor medida ese tono a
cuento de hadas trágico (con un punto irónico importante) de El jardín
de Suldrun (que tenía un tono más melancólico) y constituye un
inmejorable comienzo, muy divertido, intrigante (por saber qué calamidad
vendrá después) y sumamente enganchante. Aunque en este caso toda la
novela me ha atrapado, no ocurre como en la primera y aquí en los
últimos capítulos no se aprecia precipitación de los acontecimientos ni
se recurre a elipsis que quizá fuesen innecesarias. Luego el libro se
centra en cómo Aillas va ganándose el respeto de los nobles ulflandenses,
cuyas viejas rencillas y obstinación los hace difíciles de manejar, y
cómo afronta la amenaza ska, así cómo entabla (o lo intenta) relaciones
diplomáticas con otras naciones, como Dahaut, cuyo protagonismo en la
historia es mínimo, y Xounges, la capital de Ulflandia del Norte, único
lugar del país no ocupado por los mencionados ska, y que sí que serán
determinante para el desarrollo de la historia.
El
último tramo de la novela se centra en hechos más pequeños, virándose el
protagonismo a la joven Glyneth, y que en definitiva sirven para que
Tamurello deje de actuar de manera soterrada y lo haga abiertamente, y
también para que se confirmen ciertos detalles sentimentales tan solo
insinuados previamente.
El final de La perla verde deja
la promesa de que Madouc será un personaje sumamente importante para la
siguiente entrega, cosa que uno se puede imaginar al saber que la
princesa le da título a la última parte de la trilogía, y también algún
interrogante de cómo evolucionarán las hasta ahora armoniosas relaciones
de Aillas con su hijo Dhrun y Glyneth, por no hablar de qué pasará a
Tamurello, si se mantendrá esa frágil paz entre los magos, o si el rey
Casmir averiguará al fin quién es el padre del primogénito de Suldrun y,
desde luego, quién es el primogénito de Suldrun, aquel que está
destinado a gobernar en todas las Islas Elder.
En
definitiva, que La perla verde deja con ganas de más, una lectura
apasionante que engatusa no solo por los acontecimientos que se narran,
sino por unos personajes magnéticos, que atraen y que consiguen la
empatía del lector (inevitable desear que todo le salga bien a Aillas,
pero nunca deja de estar uno tranquilo ante la posibilidad de que no sea
así)
El tercer y, por tanto,
último libro de la trilogía es otra muestra maravillosa de buena
fantasía, donde el cuento de hadas cobra fuerza en gran parte de
sus páginas, y cuyo final, como toda buena saga u obra larga que se
precie, te deja con una sensación de pérdida, e incluso tristeza.
Este
volumen comienza con un poco de historia sobre las Islas Elder, para
luego ir a la ciudad de Poëlitetz, donde Aillas recibirá a una
delegación Dahaut que reclama lo que consideran suyo. Y con ello se
muestra lo que será parte importante del relato como lo fue también en
los dos libros precedentes, las relaciones entre las diferentes naciones
de las Islas Elder, el tira y afloja constante de Troicinet y Lyonesse,
la contención y astucia de Aillas frente a la frialdad y la ambición de
Casmir, cuyo odio mutuo sale a relucir en más de una escena, pero cuyas
reacciones también demuestran la talla moral de cada uno de ellos. No
obstante, si hay un personaje que fagocita el libro, pues con razón
tiene el título que tiene, esa es Madouc, que bien podría haberse
convertido en otra princesa Suldrun, y con ella tiene muchos puntos en
común, como el hecho de no compartir los deseos del rey Casmir y, ni
mucho menos, tiene la intención de obedecerle para facilitarle el
trabajo
Madouc, que fue presentada en La perla
verde, es otro personaje maravilloso, de la que te acabas enamorando
por su descaro y su singular lógica (la manera de retorcer las palabras
de los demás para que encajen con sus fines o intereses, aunque no
siempre suele salir airosa) a pesar de que tampoco es que sea una santa
y, en ocasiones, incluso algo cruel (como con la dama Desdea y otras
tantas...), debido sobre todo a que, simplemente, no se deja encorsetar
ni cambiar, sino que no quiere dejar de ser ella y mucho menos ser
educada con el fin último de ser casada con alguien que, probablemente,
deteste. Es ella, pues, el personaje más importante de la novela, al que
más espacio dedica la obra y la que sufre más aventuras y desventuras,
ya sea en el palacio, la residencia de verano o en el bosque de
Tantrevalles. Este último lugar donde conocerá más sobre su pasado,
además de a peculiares personajes, tanto para bien como para mal, y
donde la historia recupera el tono genuino a cuento de hadas, divertido,
maravilloso y fascinante, que tan bien ha sabido imprimir Jack Vance a
lo largo de los tres libros.
En
este tercer y último acto también tiene momentos de enfrentamientos,
estando ahí la lucha, velada en inicio, entre Lyonesse y Troicinet,
sobre todo impulsada por el temor del rey Casmir de la profecía del
espejo Persilian, que le hará mover ficha tras un intento fallido de
forzar las palabras del objeto mágico; y luego también el enfrentamiento
entre las fuerzas mágicas, con Murgen sufriendo de lo lindo, Shimrod
moviéndose de un lado a otro y Tamurello encerrado en una botella pero
siempre con los ojos puestos en el exterior, mientras que Torqual, el
renegado ska, actuando quizá de forma no tan solitaria como pareciera,
sino que otro oscuro y conocido personaje sale a la luz tras él.
Obviamente hay batallas, y alguna escena épica, pero donde Madouc
sobresale y se recrea es en las aventuras feéricas de la princesa y sus
acompañantes (algunos no muy gratos ni deseados).
Definitivamente
Madouc recupera el sentido de la fantasía, su capacidad de asombrar y
de estremecer son casi infinitas, al leerla se siente uno como un niño
al que le están contando un cuento que no quiere que acabe nunca. Sus
personajes, como en las dos novelas precedentes, son magnéticos, te
pueden caer bien o mal, o puede que incluso ambas cosas, pero si les
llega la hora te acaba importando de una u otra manera, incluso si su
fin es narrado con unas pocas palabras (a veces es un cuento cruel). Una
obra magnífica.
Conclusión
Aún recuerdo, con
delectación, la fascinación que me produjo la lectura de El jardín de
Suldrun hace ya tantos años, cómo alimentó mi imaginación y me
sorprendió... El tiempo ha pasado y, a pesar de no olvidar la obra de
Vance, tampoco me di prisa por completar su lectura. Ahora he cerrado el
círculo y me quedo con una impresión similar a la que me dejó tiempo
atrás: una sensación de asombro, de haber leído una obra especial,
fascinado por haber visitado las maravillosas Islas Elder, encantado
quizá por la magia de Shimrod, la belleza e inocencia de Suldrun, la
rebeldía de Madouc y el coraje y la nobleza de Aillas. Por muy poco que
te guste la fantasía la Trilogía de Lyonesse es una obra imprescindible.
LO MEJOR:
-Las minuciosas y preciosas descripciones, las aventuras, los complots...
-Los
personajes, muy variopintos, muchos de ellos excéntricos, no pocos
crueles y otros tantos adorables, pero siempre muy humanos y movidos
cada uno por sus intereses.
-El sentido del humor, a veces inocente, otras cruel.
-Que consigue que uno espacie o ralentice la lectura para que no se acabe tan pronto.
-El destino del padre Umphred.
-Que me regalaran los tres libros.
LO PEOR:
-En
los últimos capítulos del primer libro la acción se acelera, se pasa
más de puntillas por ciertos pasajes, como si el autor fuera con prisas.
La edición:
Al tratarse de una obra clásica cuenta con múltiples ediciones, de diferentes editoriales además. A un servidor le regalaron la (pen)última de Gigamesh, que recoge en un estuche la mar de majo los tres libros en formato bolsillo, los cuales, además, si los juntas forman un bonita imagen (tanto por su portada como por la contraportada), cuyo autor es uno de los portadistas habituales de la casa, Corominas, y que siempre hace un trabajo fantástico.
A la edición pocas pegas se le puede poner, aunque, por ponerle alguna, es la ausencia de solapas, cosa que hace que las puntas de las tapas sufran fácilmente; por lo demás la traducción (del recientemente desaparecido Carlos Gardini) creo que es impecable, y la tipología de letra así como su tamaño me parecen más que correctas. Además me encanta el detalle, como viene haciendo la editorial desde hace un tiempo, que usan papel con certificación FSC. En definitiva, que la edición es buena y su precio, encima, asequible.
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